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“Los abuelos deberían ser eternos” José Armando Díaz Pérez

Deberían quedarse para siempre en la mesa de la cocina, con ese olor a café recién hecho y pan tostado, con la radio sonando bajito y esa paciencia que no se aprende en ningún libro.

Deberían estar siempre en el banco del parque, esperando a que llegues con tus problemas de adulto disfrazados de urgencia, y ellos, con dos frases y una sonrisa cansada, te los conviertan en cosas pequeñas.

Deberían ser eternos para que nunca falte esa llamada que empieza con un “¿ya comiste?”, aunque tengas treinta años y vivas solo desde hace diez.

Deberían quedarse para siempre con sus historias repetidas, porque al final entiendes que lo repetían para no olvidarse, para agarrarse un poquito más fuerte a la vida.

Y cuando se van, te das cuenta de que eran hogar.

Que las paredes de tu infancia estaban hechas de su risa, sus manos y sus silencios.

Que el mundo duele más sin ellos, pero al mismo tiempo, cada recuerdo es un abrazo invisible que no se gasta.

Ojalá los abuelos fueran eternos.

Aunque quizá lo sean, de alguna forma, cada vez que cierras los ojos y los vuelves a ver sonriendo en tu memoria.

Sin derechos de autor.

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